El pobre anciano no
amaba ciertamente a Cosette más que como un padre; pero en aquella paternidad
había introducido todos los amores de la soledad de su vida. Amaba a Cosette
como hija, como madre, como hermana; y como no había tenido nunca ni amante ni
esposa, este sentimiento se había mezclado con los demás, vagamente, puro con
toda la pureza de la ceguedad, espontáneo, celestial, angélico, divino; más
bien como instinto que como sentimiento. El amor, propiamente
tal, estaba en su gran ternura para Cosette, y era como el filón de una
montaña, tenebroso y virgen.
Entre ambos no era posible
ninguna unión, ni aun la de las almas, y, sin embargo, sus destinos estaban enlazados. Exceptuando
a Cosette, es decir, a una niña, no tenía en su larga vida nada que amar. Jean
Valjean era un padre para Cosette; padre extrañamente formado del abuelo, del
hijo, del hermano y del marido que había en él.
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