...estamos
decididos a ser muy dichosos; y vos entráis en nuestra felicidad. ¿Oís, padre?
Supongo que hoy almorzaréis con nosotros.
-Señor -dijo Jean Valjean-, tengo que comunicaros una cosa. Soy un ex
presidiario.
El límite de los sonidos agudos perceptibles puede estar lo mismo fuera del
alcance del espíritu que de la materia. Estas palabras: "Soy un expresidiario",
al salir de los labios del señor Fauchelevent y al entrar en el oído de Marius,
iban más allá de lo posible; Marius, pues, no oyó. Se quedó con la boca
abierta. Entonces advirtió que aquel hombre estaba desfigurado. En su felicidad
no había notado la palidez terrible de su cara. Jean Valjean desató el pañuelo
negro que sostenía su brazo, se quitó la venda de la mano, descubrió el dedo
pulgar, y dijo mostrándoselo a Marius:
-No tengo nada en la mano.
Marius miró el dedo.
-Ni he tenido jamás nada.
En efecto no se veía allí señal de ninguna herida.
Jean Valjean prosiguió:
-Convenía que no asistiera a vuestro casamiento, y me ausenté lo más que pude. Fingí esta herida para evitar falsedades;
para no invalidar los contratos matrimoniales, para no tener que firmar.
-¿Qué significa esto? -preguntó Marius entre dientes.
-Esto significa -respondió Jean Valjean- que estuve en presidio.
-¡Vais a volverme loco!
-Señor de Pontmercy, he estado diecinueve años en presidio por robo. Luego se
me condenó a cadena perpetua, también por robo, como reincidente y a estas
horas estoy prófugo. Marius hacía vanos esfuerzos por retroceder ante la
realidad, por resistir a la evidencia.
-¡Decidlo todo, todo! -exclamó-. ¡Sois el padre de Cosette!
Y dio dos pasos hacia atrás con un movimiento de horror indecible. Jean Valjean
irguió la cabeza con actitud majestuosa.
-¡Padre de Cosette, yo! En nombre de Dios os juro que no, señor barón de
Pontmercy. Soy un aldeano de Faverolles. Ganaba la vida podando árboles. No me
llamo Fauchelevent, sino Jean Valjean. Ningún parentesco me une a Cosette. Tranquilizaos.
-¿Y quién me prueba...? -balbuceó Marius.
-Yo. Yo, puesto que lo digo.
Marius miró a aquel hombre; estaba serio y tranquilo. La mentira no podía salir
de semejante calma glacial.
-Os creo -dijo. Jean Valjean inclinó la cabeza, y continuó:
-¿Qué soy para Cosette? Un extraño. Hace diez años ignoraba mi existencia. La
quiero mucho, es cierto. Cuando uno, ya viejo, ha visto crecer a una niña, es
natural que la quiera. Los viejos se creen abuelos de todos los niños. Supongo
que no iréis a considerarme desprovisto enteramente de corazón. Era huérfana.
No tenía padre ni madre. Me necesitaba, y por eso le he consagrado todo mi cariño.
Los niños son tan débiles que cualquiera, aun siendo un hombre de mi clase, puede
servirles de protector. He cumplido ese deber con Cosette. No creo que esto
merezca el nombre de buena acción; pero, si lo merece, yo la he ejecutado. Anotad
esta circunstancia atenuante. Hoy Cosette deja mi casa, con lo cual nuestros
caminos se separan, y en lo sucesivo no puedo hacer nada por ella. Cosette es
ya la señora de Pontmercy. En cuanto a los seiscientos mil francos, aunque no
me habléis de ellos, me anticipo a vuestro pensamiento. Es un depósito. ¿Cómo
se hallaba en mis manos ese depósito? Poco importa. Devuelvo el depósito y no
se me debe exigir más. Completo la restitución diciendo mi verdadero nombre. Es
importante para mí que sepáis quién soy.
Y Jean Valjean clavó la vista en Marius. Marius estaba atónito con la nueva situación
que se abría ante él.
-Pero, ¿por qué me decís todo esto? ¿Quién os obligaba? Podíais guardar vuestro
secreto. Nadie os ha denunciado. No sé os persigue. No se sabe vuestro
paradero. Sin duda tenéis alguna razón para hacer, libremente, una revelación
así. Acabad. Hay algo más. ¿Con qué motivo me habéis hecho esta confesión?
-¿Qué motivo? -respondió Jean Valjean con una voz tan baja y tan sorda, que se
hubiera dicho que hablaba consigo mismo más que con Marius-. ¿Qué motivo ha
obligado al presidario a decir: soy un presidario? Pues bien, el motivo es
extraño. Es por honradez. Mi mayor desgracia es un hilo que tengo en el
corazón, y que me tiene amarrado. Esos hilos nunca son tan sólidos como cuando
uno es viejo. Toda la vida se quiebra en derredor; ellos resisten. Si hubiera podido
arrancar ese hilo, romperlo, desatar el nudo o cortarlo, irme muy lejos, me habría
salvado; con partir de aquí bastaba. Sois felices y me marcho. Traté de romper
ese hilo, pero resistió y no se ha roto; me arrancaba el corazón al hacerlo. Entonces
dije: No puedo vivir en otra parte; necesito quedarme. Pero tenéis razón, soy
un imbécil; ¿por qué no quedarme, simplemente? Me ofrecéis un cuarto en vuestra
casa; la señora de Pontmercy me quiere mucho; vuestro abuelo desea mi compañía,
habitaremos todos bajo el mismo techo, comeremos juntos, daré el brazo a Cosette...
a la señora de Pontmercy, perdón, es la costumbre. La misma casa, la misma mesa,
el mismo hogar, la misma chimenea en el invierno; el mismo paseo en el verano.
¡Esa es la felicidad, la dicha! Viviremos en familia. ¡En familia!
Al pronunciar esta palabra, Jean Valjean tomó un aspecto feroz. Cruzó los brazos,
fijó la vista en el suelo como si quisiera abrir a sus pies un abismo, y
exclamó con voz tonante:
-¡En familia! No. No tengo familia. No pertenezco a la vuestra. No pertenezco a
la familia de los hombres. Estoy de sobra en las casas donde se vive en común.
Hay familias, mas no para mí. Soy el miserable, el extraño. Apenas sé si he
tenido padres. El día en que casé a esa niña, todo terminó; la vi dichosa, unida
al hombre a quien ama, y junto a ambos ese buen anciano, y me dije: Tú no debes
entrar. Fácil me era mentir, engañarlos a todos, seguir siendo el señor
Fauchelevent. Mientras fue por el bien de ella, he mentido; pero hoy que se trata
sólo de mí, no debo hacerlo. Me preguntáis quién me ha obligado a hablar. Os contesto
que es algo muy raro: mi conciencia. Pasé la noche buscando buenas razones; se
me han ocurrido algunas excelentes; pero no he logrado ni romper el hilo que
aprisiona mi corazón, ni hacer callar a alguien que me habla cuando estoy solo.
Por eso he venido a decíroslo todo, o casi todo; pues lo que concierne
únicamente a mi persona me lo guardo. Sabéis lo esencial. Os he revelado mi
secreto. Bastante me ha costado decidirme, he luchado toda la noche. Sí, seguir
siendo Fauchelevent arreglaba todo, todo menos mi alma. ¡Ah! ¿Pensáis que callar
es fácil? Hay un silencio que miente y había que mentir, ser embustero,
indigno, vil, traidor en todas partes, de noche, de día, mirando cara a cara a
Cosette. ¿Y para qué? ¡Para ser feliz! ¿Acaso tengo ese derecho? No. En cambio
así no soy sino el más infeliz de los hombres, en el otro caso hubiera sido el
más monstruoso.
Jean Valjean se detuvo un instante, luego siguió con una voz siniestra.
-No soy perseguido, decís. ¡Sí, soy perseguido, y acusado y denunciado! ¿Por quién?
Por mí. Yo mismo me he cerrado el camino. No hay mejor carcelero que uno mismo.
Para ser feliz, señor, se necesita no comprender el deber, porque una vez comprendido,
la conciencia es implacable. Se diría que os castiga, pero no, os recompensa;
os lleva a un infierno donde se siente junto a sí a Dios. Y con indecible
acento añadió:
-Señor de Pontmercy; esto no tiene sentido común; soy un hombre honrado. Degradándome
a vuestros ojos, me elevo a los míos. Esto me sucedió ya antes. Sí, soy un
hombre honrado. No lo sería si por mi culpa hubieseis continuado estimándome;
ahora que me despreciáis, lo soy. Tengo la fatalidad de que no pudiendo jamás poseer
sino una consideración robada, esa consideración me humilla y agobia interiormente,
y necesito, para el respeto propio, el desprecio de los demás. Entonces alzo la
frente. Soy un presidiario que obedece a su conciencia; caso raro, lo sé. He contraído
compromisos conmigo mismo y los cumplo. Hay encuentros que nos ligan, y
casualidades que nos impulsan por el camino del deber. Jean Valjean hizo otra
pausa tragando la saliva con esfuerzo, como si sus palabras tuviesen un sabor
amargo, y luego prosiguió:
-Cuando se horroriza uno de sí mismo hasta ese extremo, no tiene derecho para
hacer a los demás partícipes, sin saberlo, de su horror. En vano Fauchelevent
me prestó su nombre en agradecimiento por un favor; no me asiste derecho para
llevarlo y aunque él haya querido dármelo, yo no he podido aceptarlo. Un nombre
es la personalidad. Sustraer un nombre, y cubrirse con él, está mal hecho. Tan
grave delito es robar letras del alfabeto como robar un reloj. ¡Ser una firma
falsa en carne y hueso, una llave falsa viva; entrar en casa de las personas honradas
falseando la cerradura; no mirar nunca sino de través, encontrarme infame en el
fondo de mi corazón! ¡No, no, no! Vale más padecer; sangrar, llorar, pasar las
noches en las convulsiones de la agonía, roerse el alma. Por eso os he contado
lo que acabáis de oír.
Respiró penosamente, y pronunció después esta última frase:
-En otro tiempo, para vivir robé un pan: hoy para vivir no quiero robar un
nombre.
-¡Para vivir! -dijo Marius-. ¿Acaso necesitáis de ese nombre para vivir?
-¡Ah! Yo me entiendo -respondió Jean Valjean.
Hubo un silencio. Los dos callaban, hundido cada cual en un abismo de pensamientos.
Marius, sentado junto a una mesa; Jean Valjean paseándose por la habitación.
Notó que Marius lo miraba caminar, y le dijo con un acento indescriptible:
Arrastro un poco la pierna.
-Ahora comprenderéis por qué.
Miró de frente a Marius, y continuó:
-Y ahora figuraos que nada he dicho, que soy el señor Fauchelevent, que vivo en
vuestra casa, que soy de la familia, que tengo mi cuarto, que por la tarde
vamos los tres al teatro, que acompaño a la señora de Pontmercy a las Tullerías
y a la Plaza Real; en una palabra, que me creéis igual a vos. Y el día menos
pensado, cuando estemos los dos conversando, oís una voz que grita este nombre:
Jean Valjean, y veis salir de la sombra esa mano espantosa, la policía, que me
arranca mi máscara bruscamente.
Calló de nuevo; Marius se había levantado con un estremecimiento. Jean Valjean prosiguió:
-¿Qué decís?
Marius no acertó a desplegar los labios.
-Ya veis que he tenido razón en hablar.
Sed dichosos, vivid en el cielo, sin preocuparos decómo un pobre condenado desgarra
su pecho ycumple con su deber. Tenéis delante de vos, señor, a un hombre miserable.
Marius cruzó lentamente el salón, y, cuando estuvo frente a Jean Valjean, le
tendió la mano; pero tuvo que coger él mismo esa mano que no se le daba. Le
pareció que estrechaba en la suya una mano de mármol.
-Mi abuelo tiene amigos -dijo Marius- yo os conseguiré el perdón.
-Es inútil -respondió Jean Valjean-. Se me cree muerto, y basta. Los muertos no
están sometidos a la vigilancia de la policía. Se les deja podrirse
tranquilamente. La muerte equivale al perdón.
Y retirando su mano de la de Marius, añadió con una especie de dignidad
inexorable:
-No necesito más que un perdón: el de mi conciencia.
-¡Cosette! ¡Ah! Os lo suplico, señor, os lo ruego por lo más sagrado, dadme
vuestra palabra de no decirle nada. ¿No basta que vos lo sepáis? Nadie me ha
obligado a delatarme, lo he hecho porque he querido. Pero ella ignora estas cosas,
y se asustaría. ¡Un presidiario! ¡Oh, Dios mío!
Se dejó caer en un sillón, y ocultó el rostro entre las manos. Por el
movimiento de los hombros se notaba que lloraba. Lágrimas silenciosas; lágrimas
terribles. Marius le oyó decir tan bajo que su voz parecía salir de un abismo
sin fondo:
-¡Quisiera morir!
-Serenaos -dijo Marius-; guardaré vuestro secreto para mí solo.
Y luego añadió:
-Me es imposible no deciros algo sobre el depósito que tan fiel y honradamente
habéis entregado. Es un acto de probidad. Merecéis que se os recompense. Fijad
vos mismo la cantidad, y no temáis que sea muy elevada.
-Gracias -respondió Jean Valjean, con dulzura. Permaneció pensativo un momento;
después alzó la voz:
-Todo ha concluido. Me queda una sola cosa...
-¿Cuál?
Jean Valjean tuvo una última vacilación y sin voz, casi sin aliento, balbuceó:
-Ahora que lo sabéis todo, ¿creéis, señor, que no debo volver a ver a Cosette?
-Sería lo más acertado -respondió fríamente Marius.
-No volveré a verla -dijo Jean Valjean.
Y se dirigió hacia la puerta. Puso la mano en la cerradura, se quedó un segundo
inmóvil, luego cerró de nuevo y se encaró con Marius. No estaba ya pálido, sino
lívido. Sus ojos no tenían ya lágrimas sino una especie de luz trágica. Su voz
había cobrado cierta extraña serenidad. -Si queréis, señor, vendré a verla. Os
aseguro que lo deseo con toda mi alma. Si no esperara ver a Cosette, no os
habría hecho esta confesión. Hubiera partido simplemente. Pero como quiero
permanecer en el pueblo donde vive Cosette y continuar viéndola, me ha parecido
que debía deciros la verdad. Me comprendéis, ¿no es cierto? Es razonable lo que
digo. Nueve años hace que no nos separamos. Desde mi habitación la oía tocar el
piano. Esa ha sido mi vida. Nunca nos hemos separado. Nueve años y algunos
meses ha durado esto. Era para ella un padre; y se creía mi hija. No sé si me comprenderéis,
señor Pontmercy, pero os aseguro que me sería difícil marcharme ahora y no
volverla a ver, no hablarle más, quedarme sin nada en el mundo. Si no os
pareciera mal, vendría de vez en cuando a ver a Cosette. No lo haría con
frecuencia, ni permanecería aquí mucho tiempo. Daríais orden de que se me recibiese
en la salita del primer piso, y hasta entraría por la puerta trasera, la de los
criados.
Lo esencial es, señor, que desearía ver alguna vez a Cosette, tan pocas como
queráis. Poneos en mi lugar. Además de que si no volviese, a ella le
extrañaría. Lo que podré hacer es venir por la tarde cuando empiece ya a oscurecer.
-Vendréis todas las tardes -dijo Marius-, y Cosette os aguardará.
-¡Qué bueno sois, señor! -respondió Jean Valjean.
Marius se despidió de él; la felicidad acompañó hasta la puerta a la
desesperación, y aquellos dos hombres se separaron.
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CARTA A
COSETTE (Jean Vlajean se está mriendo)
"Cosette, te bendigo. Voy a explicártelo todo:Tu marido tenía razón al
darme a entender que debía marcharme; aunque se haya equivocado algo en lo que
ha creído, tenía razón. Es un hombre excelente. Amalo mucho cuando yo no exista.
Señor de Pontmercy, amad siempre a mi querida niña. Cosette, escucha: ese
dinero es tuyo. Ahora lo entenderás. El azabache blanco viene de Noruega; el
azabache negro de Inglaterra; los abalorios negros de Alemania. El azabache es
más ligero, más precioso, más caro.
En Francia
pueden hacerse imitaciones como en Alemania. Se necesita un pequeño yunque de dos
pulgadas cuadradas y una lámpara de espíritu de vino para ablandar la cera. La
cera en otro tiempo era muy cara. Se me ocurrió hacerla con goma laca y trementina.
Es muy barata, y es mejor..."
No le fue
posible seguir. La pluma se le cayó de los dedos; le acometió uno de esos
sollozos desesperados que subían por instantes desde lo más hondo de su pecho.
El desdichado se tomó la cabeza entre las manos y se hundió en la meditación…
Víctor Hugo
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Víctor Hugo
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