Subía la
suave pendiente de una loma entre coscojas y palmitos, atento al lugar donde
ponía los pies, no se fuera a caer en una de tantas simas, semiocultas por la
vegetación, que hay en este lugar de piedra caliza; de pronto, el canto de un
pajarillo azul, gris y rojo que sobre una roca estaba, paró sus pasos, fue solo
un momento antes de perderse entre los matorrales, dejando su imagen y melodía
en el recuerdo. Cuando llegó a la cima, el panorama que desde allí se
disfrutaba era inmenso.
Y dejó
libre el pensamiento.
La
soledad y el silencio llenaron su conciencia, despertando nostalgias. Regresó a
los años jóvenes, alegres, felices… volvió al paraíso, sublimado
quizás, soñado tal vez, pero auténtico, verdadero, casi tangible…
Allá, en
la soledad de los roquedales blancos y carrascas verdes, contempló como el sol,
cayendo en el horizonte, daba tintes rojos a la neblina de poniente y bordaba
de amarillo los ribetes de las nubes más cercanas.
Mansamente
el recuerdo de una mano femenina presionando suavemente con firmeza su brazo,
el brillo de aquellos ojos de mujer ilusionada; su mirada honesta y veraz,
ofreciendo valor y confianza; su pelo, su figura grácil, su
voz sensual; su sonrisa luminosa, acogedora; su forma única de caminar y de
existir, llenó su alma de ilusión.
Respiró
con fuerza, con fuerza sintió la vida.
Bajó
canturreando y brincando, despreocupado y alegre hasta la seguridad del camino,
mientras el sol desaparecía detrás de la última montaña.
Llegaba
la noche, él estrenaba la vida. De nuevo.
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