domingo, 7 de junio de 2020


¡QUÉ TIEMPO TAN FELIZ!


¡Qué tiempo tan feliz que nunca olvidaré!

Porque es un sentimiento dulce, de una tristeza suave y agradable, quiero hacer una reflexión sobre la nostalgia. Sin embargo, siendo yo un nostálgico perpetuo, me resulta difícil definir con claridad qué es la nostalgia, solo se me ocurre algún sinónimo como  añoranza, melancolía, morriña o saudade.   Así que relataré mi experiencia.

La razón de la nostalgia la encuentro en la frase de  "que cualquier tiempo pasado fue mejor" (1) sin enterarme  de que el tiempo que vivo hoy, será la nostalgia de mañana.

Sí, tengo nostalgia de la infancia. Nací con la intuición necesaria  para ser feliz y lo fui. Porque estaba en el mundo perfecto. 

De niño lo sabía todo, todo lo que hay que saber -que nada tiene que ver con lo que se aprende en la escuela y en los libros-  sin preguntarme qué es la vida ni la razón de tanta felicidad.
Las vacas que pastoreé un tiempo eran mis amigas, me obedecían cuando les gritaba con mi voz infantil porque nos conocíamos. Subíamos a los montes de yerba joven, ellas pacían y yo contemplaba el valle desde la altura.
Me entusiasmaba la nieve y el sol, el viento y el frío, los cielos de azul profundo y la nubes negras de tormenta, el calor del verano, las lagartijas, los grillos, las truchas y los gorriones, las crecidas del río con el deshielo de la primavera y los colores cambiantes del otoño en el hayedo y en los chopos que bordean el arroyo.
El mundo era perfecto. 

Pronto me enviaron a la escuela y me hablaron de historias, números, dioses, políticos, literatos, inventores. Me educaron.
Fui creciendo, almacenando los datos que mi memoria me permitía. Aprendí lo que debía de aprender y a veces también me divertí, pero estos conocimientos me fueron  alejando de la admiración infantil por la vida. Me fui haciendo mayor y los mayores me hicieron responsable sin que   imaginaran que  yo siempre lo había sido.
Y también era feliz sin darme cuenta de que estaba abandonando el paraíso de la infancia.

Pasados los años, ya adulto, una canción antigua, un olor o un paisaje, me llena de nostalgia. Echo mucho de menos  aquellos días de la niñez, de aquel “tiempo tan feliz que nunca olvidaré” y que jamás regresará.

Llegué a la juventud, feliz, siempre feliz, tenía fuerza física, fuerza vital, vivía con sinceridad, con verdad y con ilusión. Seguía siendo aquel niño alegre y además tenía la energía y la prestancia de un joven adulto y soñaba que nada ni nadie me impediría crear mi mundo a mi medida, un lugar de honestidad, de verdad, de compañerismo y de amor, pero...

Pero ya, en ese tiempo, tengo en mi cabeza muchos datos que me distraen de la vida auténtica y me acercan de forma muy sutil a la persona que seré de mayor. Debo “labrarme un futuro” y entro con ilusión  en la rueda social ya inventada y voy olvidando aquel universo ideal que soñé en mis años mozos porque tengo que bajar a la arena de la vida material y preocuparme de mi trabajo, para  pagar los zapatos de mis niños, sus estudios, la hipoteca, la letra del coche,  las vacaciones, sus necesidades y las mías,  sus caprichos y los míos. Aquel sueño de aquel joven quedó diluido en las obligaciones del adulto.

Y entonces, de vez en cuando, escucho una melodía del ayer, me encuentro a un amigo de los tiempos jóvenes y se dispara como un  cañón  la añoranza de aquel “tiempo tan feliz que nunca olvidaré” y que jamás regresará.

Hoy ya soy mayor, soy abuelo por los nietos y por la edad y tengo nostalgia del pasado y nostalgia de futuro. ¿O la llamamos esperanza?

¿Se puede llamar nostalgia a la ilusión del mundo  ideal? ¿Un tiempo en el que podamos devolverle al alma aquellas emociones e ilusiones de la juventud y hacerlas realidad?
Es un sentimiento  parecido a la nostalgia del pasado  que se proyecta al futuro, del  mundo que vendrá con ese “tiempo tan feliz” y que se quedaría para siempre.

Nostalgia y esperanza de un tiempo dichoso, dos sentimientos que me hacen suspirar como al poeta y cantar con dulce melancolía: ¡Qué tiempo tan feliz que nunca olvidaré!

                                                                            José F. Álvarez
 Aquí y ahora a siete de junio de dos mil veinte del año del Señor


(1)   «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando, / cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, / da dolor; / cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor»
                                                       Jorge Manrique


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